“VIENTO DEL PUEBLO”, DE MIGUEL HERNÁNDEZ
Miguel Hernández le dedica este libro a su amigo, también poeta, Vicente Aleixandre. En esa dedicatoria le dice: «cada poeta que muere deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad de la nada a nuestro corazón esparcido.». Parece una despedida. Realmente nos ha dejado un tesoro.
Miguel Hernández se convierte en el poeta de la guerra. Algunos de estos 25 poemas son cantos para animar a esas tropas que poco a poco se van mermando, debilitándose ante el avance de las tropas de Franco: [Asturianos de braveza, / vascos de piedra blindada, / valencianos de alegría / y castellanos de alma, / labrados como la tierra / y airosos como las alas;], del poema “Vientos del pueblo me llevan”.
Se alistó el primero, escribió, recitó entre trincheras y, por esa razón, fue apresado y pasó los últimos años de su vida en una celda, lejos de su esposa, mientras perdía a su primogénito y nacía su segundo hijo.
Miguel Hernández fue un poeta diferente a los poetas de entonces. En estos poemas escritos durante la Guerra Civil hay una mezcla de dolor y esperanza, utiliza metáforas que lo elevan, con una calidad única: [Ven a Guadalajara, dictador de cadenas, / carcelaria mandíbula de canto: / verás la retirada miedosa de tus hienas, / verás el apogeo del espanto.], del poema “Ceniciento Mussolini”.
No puedo evitar dejar aquí uno de los poemas más hermosos de este libro:
El niño Yuntero
Carne
de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello
perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace,
como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra
descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre
estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma
color de olivo
vieja ya y encallecida.
Empieza
a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la
corteza
de su madre con la yunta.
Empieza
a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar
fatigosamente
en los huesos de la tierra.
Contar
sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona
grave
de sal para el labrador.
Trabaja,
y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia
y se alhaja
de carne de cementerio.
A
fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con
una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada
nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo
sus pies
la voz de la sepultura.
Y
como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la
tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me
duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su
vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.
Lo
veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar
con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me
da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro
viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién
salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De
dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que
salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de
ser hombres son
y han sido niños yunteros.
©Miguel Hernández
El libro, que ya es de dominio público, se puede leer íntegramente en este enlace, pincha aquí o en la propia página de la Biblioteca Nacional de España
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